Reencuentro (Toni Benavente)
Aquel verano —con su calor detenido como un tambor antiguo— trajo a mi alma los ecos remotos de la infancia. No sé por qué, aquella mañana luminosa decidí volver al pueblo donde mi madre tejía días como hilos de oro, y donde mi niñez se derramó como agua en un cántaro agrietado. Aquel era un pueblo sin tiempo, un sueño suspendido entre los montes y el cielo. Allí los muertos de todas las guerras se deshacían como ceniza entre los dedos del viento, y el amor no dolía porque no sabía mentir.
Un pueblo sin huida —excepto la mía— y con un conductor de autobús que saludaba al paisaje como a un viejo amigo. Desde la altura de la memoria, me veo subiendo a ese autobús como quien sube a una oración. Me siento en la última fila, y en un cuaderno de tapas ajadas, comienzo a garabatear recuerdos que ahora, bajo el ala de este instante, quieren convertirse en canción.
El verano que me rozó como un vestido blanco irá dando paso al otoño —ese llanto suave de hojas secas— y después vendrá el invierno, con su escarcha y su silencio. Como la luz, mi espíritu se apagaba. Yo necesitaba decir en tinta lo que el alma no sabía callar: lo que sentí en aquel pueblo que me arrulló de niño y me dejó partir como se deja ir una cometa rota.
Aquel día, la luz del sol entró por la ventana como una lengua de oro. Me despertó con el beso tibio de un rayo. Y el mundo —ese mundo del que tanto huimos— parecía invitarme a volver, a respirar lejos del asfalto, a hallar la raíz. En mi pecho un deseo encendido se convirtió en vuelo: quería volver a casa, a mi madre, al umbral de lo que fui. Me vestí como quien se viste para una boda sagrada, y salí a la calle con el corazón latiendo como un tambor de boda mora.
El viaje fue largo, pero mi pecho ya conocía el camino. El paisaje me salía al paso como un poema olvidado: colinas de romero, encinas que murmuraban nombres, riachuelos que escribían su música en la piedra. Y entre las ramas de los álamos, nadaban los patos como notas de una canción infantil. El olor a monte era un golpe de infancia: yo, pequeño entre el viento, recogiendo jaras con mis padres, helados de cara, calientes de amor junto al fuego donde las patatas se asaban como cuentos.
El camino al pueblo se cubría de cipreses y de silencio. Pero el silencio cantaba. Cantaba en las hojas, en el agua, en el pájaro que rompía el aire con su grito de plata. Ese día, todo me hablaba. El paisaje era un óleo impresionista empapado de emoción. Le pedí al conductor que me dejara a las puertas del pueblo, porque quería llegar caminando, como se llega al altar.
Me senté junto a un riachuelo. Abrí mi cuaderno como quien abre el pecho. Con mi pluma fiel, comencé a dibujar pensamientos. Cerré los ojos: el agua hablaba con las piedras, el viento peinaba los cipreses, el perfume de la hierba mojada era una carta de amor. Y allí, en ese instante sagrado, supe que algo me esperaba, algo que nunca se había ido del todo. Sentí que el alma del pueblo —y con ella, la de mi madre— me abrazaba sin rostro ni manos.
Había tanto que decirle. Había tanto que callé durante años. Cuando fui joven, rompí la jaula y eché a volar con alas sin destino. Quería quemar el mundo, escapar del reloj y de la calma. Rompí el lazo que me unía a su voz dulce, a su cuidado, a sus oraciones sin palabras. Me fui como un rayo que no quiere ser trueno. Y el mundo, con sus luces, me devoró poco a poco.
Y el viento la llevó como se llevan las hojas secas. Lloré sin lágrimas, solo con el alma. Me levanté y caminé hasta el pueblo. Todo estaba igual: las casas blancas, las flores en los balcones, las campanas en su canto de siempre. Allí volví a ser niño, volví a ser hijo. Los recuerdos me abrazaban como brazos de salvia. Era el mismo cielo, el mismo monte, el mismo canto de alondras.
Y llegué a casa. Mi madre ya no estaba, pero todo olía a ella: el jazmín, el parral, el limonero dormido. Me senté bajo la sombra del patio, toqué el agua de la fuente y sentí una paz que no sabía que existía. Cerré los ojos.
Entonces lo comprendí: ya no me iría jamás. Quería ser piedra en el camino, ceniza en el hogar, humo en la chimenea. Quería quedarme allí, donde ella me esperaba aún, como una flor sin reloj.
Una ráfaga de viento levantó mis culpas, mis temores, mis viejas heridas. Y mi alma, ligera, comenzó a subir. Desde el cielo, vi mi cuerpo sonreír, tocando el agua, en paz. Todo brillaba. Todo era poema. Y supe que mi madre y yo, al fin, nos habíamos reencontrado.
Toni Benavente
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