Viví lo que viví (Charles Boneh)

Carlos Bone, es un escritor Chileno radicado en Estados Unidos por 40 años. Ha escrito y publicado alrededor de 10 libros, los cuales, muchos de ellos, se encuentran en Amazon, otros se vendieron en Chile en algunas librerías, y otro se publicó y se vendió en Bolivia. Además, tiene un pódcast llamado «Café con Carlos», donde conversa con escritores, poetas, pintores, escultores, y personas ligadas al arte.

Esta es una crónica de su libro, «Viví lo que viví».

Viví lo que viví…

Chapter I

VALPARAÍSO, 1954

Yo nací una noche de crudo invierno en Valparaíso, mientras la lluvia y el viento azotaban las ventanas del hospital Van Buren. Esto fue como un presagio de lo que sería mi vida, una continua tormenta. Y mi padre, desde el pasillo, miraba el mar agitado en la bahía mientras los gritos de mi madre se confundían con los truenos y con el ruido de las olas golpeando los muros. Así vine yo al mundo. En un frío y lluvioso mes de agosto. No tengo muchos recuerdos de aquellos sucesos, más allá de lo que mi madre algún día me contó, o lo de que mi padre, con las cejas arqueadas, algún día me recriminó en los momentos más álgidos de mi adolescencia. De mi niñez tengo recuerdos vagos, pero hermosos. Las calles soleadas del puerto de Valparaíso con las palomas cayendo en bandadas en las escaleras tibias del cerro de Playa ancha. A mi madre sí la recuerdo. Siempre sonriendo. Dejando escapar esas risas alocadas que galopaban retumbando por los pasillos vacíos de la vieja casona empinada en la cumbre del Parnaso, como debería haber sido. Recuerdo que no teníamos muchos muebles. Más bien, fuera de las camas, la casa estaba vacía de muebles, lo que me permitía correr y manejar mi triciclo libremente por los pasillos de madera crujiente. Recuerdo las ventanas de vidrios, siempre abiertas, llenas de pedazos de colores, reflejando arco iris en las murallas de papel café, y allá lejos, el cielo corriendo por mis ojos, alejándose al infinito entre nubes con formas que cambiaban constantemente con la fuerza del viento. En aquella época no recuerdo a amigos. Vagos también son los recuerdos de mis hermanas Lili y Quena. Es como si la soledad de mi niñez me hubiera tragado, dejándome exhausto de memorias nítidas y solo mis padres mantengan una realidad confusa pero completa. Claro que recuerdo a mis abuelos paternos que por aquel tiempo vivían en Viña del Mar. Y Viña del Mar era una ciudad hermosa, moderna, y llena de vida. Con un gran turismo que en aquel tiempo era primordialmente nacional. Las familias de clase media de todo el país llegaban en manadas apenas el sol empezaba a calentar con los primeros calores estivales. Venían a pasar la temporada veraniega junto al helado mar del Pacífico, mientras los residentes permanentes arrancaban como alma que lleva el diablo hacia otros lugares más desolados como Maitencillo y Tongoy. Las familias más pudientes a Zapallar, que, al final, terminaban siendo un reflejo de Viña del Mar, con los mismos vecinos que acudían a los mismos lugares escapando de los turistas de verano. La casa de mis abuelos paternos estaba ubicada en 10 y medio, norte con Libertad, y era una calle corta donde vivían mis abuelos, tíos y primos, así que todos nos juntábamos a la hora del té, obligado en nuestra provincial costumbre y al almuerzo familiar en el enorme comedor de vetustos muebles oscuros. Aún me llega el olor del postre preferido de mi abuela. El Rolly Poli, que hasta el día de hoy nunca más he probado, pero que por alguna razón su sabor ya olvidado me rezuma en la memoria como un aroma dulzón y pegajoso. De estos abuelos no recuerdo mucho. La “gringa”, como le decían a mi abuela, nunca aprendió a hablar en castellano fluido. Era alta, más alta que mi abuelo, rellenita en carnes, mirando por encima de sus espejuelos de lectura. Siempre vestida de negro y con faldas largas. Se comenta que en Ohio, de donde ella procedía, su familia era “Amis h”, lo que explicaría su serena austeridad, mientras mi abuelo era todo sonrisas, moviéndose con agilidad alrededor del caserón de dos pisos que colindaba con una casa con un gran patio, donde todos los primos jugábamos en las tardes. Mis primos eran Mónica, Nora, Coco, Gonzalo, Carlos y que, junto a mi hermana Lili, Quena desapareció alrededor de ese tiempo de nuestras vidas. Corríamos por la calle vacía o pasábamos al patio vecino a jugar con una chica que tenía el síndrome de Down, pero que era vivaz y cariñosa. No recuerdo con mucha claridad los momentos más íntimos de familia, solo recuerdo los almuerzos en torno a la gran mesa familiar, llena de tíos y primos, y luego, los juegos alrededor de la calle, desde donde mirábamos la gran avenida Libertad como si fuera un misterio que debiéramos dilucidar. Yo debo haber tenido 3 o 4 años, y vivíamos en algún lugar del cual solo recuerdo el color Amarillo de sus muros y sus pasillos interiores con patios llenos de flores satisfechas de sol. Los viejos coches a caballo, Victorias les llamaban, que paseaban por las calles de adoquines con el chasquido del látigo restallando en el aire puro y límpido, y allí, si recuerdo a mis hermanas, las dos, de polleras a la rodilla y peinadas con chasquilla, las dos siempre muy compuestas. Bueno, yo también he cambiado, y mucho, al punto de no reconocerme hoy en día. Como olvidar los carros eléctricos que pasaban con su chisporroteo de electricidad por los rieles brillantes, y que para mí representaban la aventura de un viaje a lo desconocido. Pero aún más emocionantes eran los ascensores que bajaban y subían al cerro con sus carros de madera y los afiches de la crema dental Pepsodent en sus paredes. Y los cerros con sus casas de colores multicolores deslizándose plácidamente hacia el azul del cielo o hacia las crestas saladas del mar. Luego de Viña del Mar vinieron muchas casas, pueblos y ciudades. Se explica por la profesión militar de mi padre que nos llevó de un extremo a otro de mi país, y que nos alejó de los lazos que inexorablemente se crean cuando tú naces y creces y te desarrollas en un solo lugar. Yo carecí de esa sensación de continuidad. Hasta el día de hoy siento esa lejanía con el mundo, lo que me permite ver mis emociones en perspectiva. Es casi como si en vez de vivir mi vida, la viera a través de una transparencia, y por lo tanto yo no soy real y mis actos son estudiados y analizados sin espontaneidad. Más tarde vino la separación de mis padres, y por fin, un solo lugar donde vivir, aunque decir un solo lugar es complicado, pues en aquel tiempo solo recuerdo muchos barrios, muchas casas y apartamentos; es como si mi madre estuviera replicando lo que habíamos hecho hasta ahora, solo que en menor escala y dentro de la ciudad.

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