Crónica sobre islas (Ana Unhold)

Ana Unhold es escritora de La Plata, Buenos Aires y miembro de la RAIAL.

CRÓNICA SOBRE ISLAS

Las islas han tenido, para la mayoría de los humanos, un atractivo particular. Inicio mi búsqueda curiosa en el diccionario, que me dice “una isla es una porción de tierra completamente rodeada de agua” Esta definición ya sugiere una barrera entre la isla y sus habitantes, si los tiene, y el resto del mundo, aumentando el halo de misterio y fascinación que la mayoría de las islas ha tenido a lo largo del tiempo.

Navegantes y literatos han tratado de imaginar o develar los enigmas en estas porciones de tierra.

Mi mente, mágico y veloz medio de transporte, aterriza en la isla de Pascua, allá en Hanga Roa, donde los moáis continúan, por siglos y siglos, mirando hacia el océano. De allí a las Galápagos, donde los manglares con sus obscuras galerías conviven en serena y ordenada armonía con las lentas tortugas y las indiferentes iguanas. “Fósiles vivientes”, dicen los científicos, mientras estos gigantes acompañan con su paso el transcurrir del tiempo.

Y me traslado, de la mano de Julio Verne, a su “Isla Misteriosa” y, con Stevenson, a su “Isla del tesoro”, quien muestra esa relación de atracción-rechazo entre el bien y el mal. Recuerdo también, la Isla de la Concepción, un páramo insufrible que Laura Restrepo supo animar en una historia de amor y coraje en la “Isla de la Pasión”

Allá, en las heladas aguas del Atlántico, las Georgias del Sur, que sir Ernest Shackleton cruzara a pie, quedando por siempre en su helada tumba. Todo esto pude verlo en las fotos en blanco y negro, que mi padre tomara con su cámara Kodak con fuelle, allá por 1945, cuando en su afán de aventuras estuvo dos años en un barco ballenero con base en Grytviken.

El archipiélago de Chiloé, como un mágico rosario emergiendo del mar. Con sus casas “palafitos”, que miradas desde el agua, parecen coloridos robots escapando hacia las olas. Rincón austral del mundo, en donde se ha originado innumerable variedad de papas que han sido conocidas en muchos países.

En el Atlántico Sur, las hermanas argentinas Gran Malvina y Soledad, que guardan en su seno turboso secretos de petróleo y arrullan con el viento las tumbas de los soldados, recibiendo en el oleaje mensajes lejanos, solo descifrados por las gaviotas y los alcatraces. Los avances tecnológicos han hecho que la mayoría de las islas dejen de estar aisladas. En unos casos, se unieron a los continentes mediante puentes, otros con teléfonos, televisión, internet y teléfonos celulares. Muchas islas perdieron su misterio.

Paradójicamente, han surgido otras. Algunos humanos, definidos como seres sociales y sociables, se han ido aislando del resto, mediante un par de auriculares. En muchas ciudades es frecuente observar vehículos cada vez más grandes con los vidrios de las ventanillas cada vez más sombríos. Los pasajeros no quieren tener el mínimo contacto con el mundo exterior. Su automóvil es una perfecta isla en medio del tránsito citadino.

Parece una ironía, que tantos instrumentos que se han creado para comunicar a los hombres, son mágicamente incomunicadores.

Millones de humanos han dejado de comunicarse con sus compañeros de trabajo. Baste con observar algunas oficinas modernas. Esto no significa que yo esté en contra de la velocidad y eficiencia que permite el uso del computador, o el acceso incalculable, aun con serias limitaciones, que brinda el Internet. Pero, ese mismo individuo que pasa ocho horas en su oficina absorbido por la azulada luz del monitor o la pantalla LCD, regresará a su casa y pasará horas haciendo zapping frente a la pantalla de la TV, o continuará chateando o navegando por el ciberespacio, ajeno a las emociones, sentimientos o preocupaciones de su grupo familiar.

Y vayamos aún más lejos. ¿Existe una actividad humana que lo involucre en su totalidad, más que la relación sexual? Pues, las islas humanas han descubierto una nueva forma de sexo solitario – nada que ver con Onán- a la distancia, con otro virtual, que satisface y evita los compromisos, los regaños y los gastos.

Y por si esto fuera poco: viajaba en un vuelo Buenos Aires-Bogotá, cuando mi circunstancial compañera de asiento, me contó algo que al principio no entendí muy bien, tal vez porque nunca se me hubiera ocurrido. Me relataba que una de sus amigas, cincuentona como ella, todas las tardes se viste y engalana como para asistir a una cita. Luego, se sienta frente al monitor donde chatea y mantiene diálogos e intercambia imágenes y posturas eróticas con alguien a quien nunca va a conocer físicamente. Obviamente, su marido desconoce que es parte de un “triángulo amoroso” virtual, que lo convierte en un cornudo al fin.

Pasaron pocos días y, al respecto, fue publicada una extensa nota en un periódico del domingo, sobre los nuevos estilos de “adulterio”. Me pregunto, ahora, ¿cuál es el atractivo de estas aventuras cibernéticas? Que yo sepa, la aventura extramarital tiene ese componente mágico y sicalíptico, ese “gusto a peligro” de hacer algo prohibido y no ser descubierto. Tal vez. Ese sea también el componente placentero en estas nuevas formas de adulterio.

¿Y qué decir de la moderna plaga de los teléfonos celulares? No se puede negar su utilidad, mas en la mayoría de las ciudades son un objeto tirano que contribuye, en muchos casos, a la incomunicación.

He observado en capitales como Buenos Aires y Bogotá, donde he vivido, y también en otras ciudades de Latinoamérica, infinidad de ciudadanos que se desplazan por las calles, gesticulando y hablando, aparentemente solos. Desde tiempos inmemoriales, hablar solo ha tenido un único significado. Hoy es símbolo de status.

Me he detenido a observar, cientos de veces, a parejas o grupos de tres o cuatro personas. Llegan a un café o restaurante. Supuestamente, se han reunido para conversar. De inmediato, sacan a relucir sus celulares de último modelo y, en forma individual, inician, en casos, larguísimos diálogos con terceros, ignorando a su pareja o amigos.

De esta manera, nuestros pares, amigos y familiares, se van separando de nuestro continente afectivo, alejándose cada vez más en el océano de una vida aislada y solitaria.

¿Será porque el hombre finalmente para nacer u morir necesita estar solo?

Ana Unhold

Comentarios

Entradas populares