Meditación existencial sobre el mal (Toni Benavente)

El mal no es un accidente de la historia, sino la huella inevitable del hombre en su propio paso por el mundo. No viene de afuera: se enciende en la conciencia, en esa libertad absurda que puede elegir lo peor, incluso cuando sabe que lo hace. Nos gusta pensar que es ajeno, que pertenece a monstruos, a dictadores, a verdugos. Pero lo cierto es que nace en la misma grieta de donde surge el bien: en nuestra capacidad de decidir. Y esa simetría lo hace insoportable.

No es tanto el dolor que inflige lo que lo define, sino la claridad con la que revela lo inútil de nuestras justificaciones. El mal muestra que la vida, al final, no necesita un propósito para continuar, como tampoco lo necesita la crueldad para expandirse. Basta con un gesto, una orden, una indiferencia. Basta con dejar que el tiempo pase mientras alguien cae y nadie se detiene.

La tragedia es que el mal es banal, y esa banalidad es su victoria. Nos atraviesa como el aire que respiramos: invisible, necesario para que el engranaje siga. El que lo comete no siempre lo reconoce, el que lo padece apenas lo nombra, y el que lo observa se acostumbra. Así el mal se vuelve paisaje, rutina, destino.

Tal vez no podamos erradicarlo, porque arrancarlo de raíz significaría arrancarnos a nosotros mismos. Lo único que queda es mirarlo de frente, sabiendo que habita en cada decisión, en cada gesto, en cada renuncia. Resistir no es vencerlo: es tan solo negarse a vivir ciegos.

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