El ahogado (Juan Leon Fallas)

Francisco despertó una mañana más, sumido en la modorra del licor, la droga y el tedio. Sus labios resecos, sus ojos enturbiados por la tristeza, y esa mirada perdida que parecía extraviarse en un horizonte que nunca llegaba. Vivía atrapado en una goma eterna, tejida con hilos de soledad, de miseria, de abandono.

Cada amanecer le devolvía los fantasmas de su infancia. Las imágenes del pasado lo asediaban como ratas en un sótano oscuro: la niñez sumida en la más extrema pobreza, en aquel tugurio infecto, donde el aire hedía a moho y a orines, donde el suelo era tierra viva y el techo apenas un remiendo de latas corroídas. Allí, en las madrugadas gélidas, las ratas gigantes mordían con ansias los pómulos demacrados de su pequeño hermano Ricardo, que lloraba con un lamento desgarrador por un hambre insaciable, mitigada apenas con un biberón improvisado de agua azucarada con azúcar prestada, porque en casa no había leche, ni siquiera materna. Los pechos de su madre, exhaustos, caídos, secos, agrietados, solo exudaban sangre.

¡Cuánta miseria! ¡Cuánto rencor se incubó entonces en el corazón de Francisco! Se preguntaba, con una amargura antigua, por qué su destino fue tan distinto, por qué debía asistir descalzo a la escuela, con un cuaderno amarillento y arrugado en una bolsa plástica, intentando aprender letras y números que le resultaban tan enigmáticos como caracteres de una lengua extranjera, rusa o japonesa.

El escarnio de los maestros, las burlas de los compañeros y los tirones de orejas lo llevaron pronto a aborrecer la escuela. La abandonó sin pena, y se lanzó al mundo de los adultos de la mano de Chuco, el verdulero, vendiendo bolsitas de fruta casa por casa, buscando el sustento para su madre y su hermanito. Bastaba con reunir lo justo para comprar un puñado de arroz, algo de frijoles y un poco de manteca.

Del padre, apenas un destello en su memoria: una figura esposada llevada por la policía, acusado de homicidio en una riña de narcos. Así se le escapó la infancia, como se escurre el tiempo en el reloj de arena.

La adolescencia llegó sin avisar, entre el polvo de los callejones, las balaceras y la miseria. Vivía en un barrio maldito, el muladar de la ciudad, donde los pobres eran despojos humanos, donde la violencia era el pan de cada día. Aún recordaba con nitidez la mejenga donde un adulto le abrió la ceja de un solo golpe. Tenía apenas doce años y sintió un frío inmenso en el alma. Nadie acudió a protegerlo. Lloró solo, y sus lágrimas se confundieron con la sangre de su ceja y la herida de su corazón.

Comprendió entonces que debía volverse fuerte, endurecerse como la piedra. El trabajo era una cruz que los pobres arrastraban con vergüenza, mientras los ricos observaban con sorna. También aprendió que para atraer a las muchachas del barrio había que tener plata: "fierro y harina", como decían. Ninguna quería un "mae limpio", sin recursos.

Y así, desencantado del esfuerzo honesto, se adentró en el mundo oscuro del narcomenudeo. Comenzó como simple mensajero, cargando droga como una mula. Vendía piedras, marihuana, y pronto ascendió en la estructura. Le dieron “plante”, lo respaldaron. Se convirtió en “doctor”, recetando alucinógenos, ganando respeto a fuerza de puños o balas. Su cuerpo era un mapa de tatuajes y cicatrices, testimonio de luchas feroces.

Francisco conoció la fauna del submundo: adictos, sicarios, pandilleros. Les llamaba “hienas mutantes”, bestias deformadas por la droga y el crimen.

Aquella mañana, el sol resplandecía con un fulgor casi irónico. Abrió su búnker, y el negocio iba viento en popa. Vendió rápidamente todo el “basuco”, los cinco kilos de “gripi”, y las piedras de cocaína, que volaban como pan caliente. Cada “papa” costaba ocho tejas.

Entonces llegaron dos hombres, salidos del presidio y famélicos de droga. Uno de ellos, Fausto, llevaba un celular robado. Se lo ofreció a Francisco a cambio de piedras. Francisco, avezado en el negocio, le dio veinte. Ambos hombres se desvanecieron entre los callejones, pero regresaron poco después, tras asaltar a un transeúnte.

—Mae, véndanos unas piedritas y devuélvanos el cel, se lo compramos en veinte rojos —dijeron.

Francisco, ya listo para cerrar, respondió con desdén:

—Aquí no se fía. Si tienen plata, compren. Si no, jalen. Yo ya me voy.

No imaginaba que la muerte lo acechaba en la penumbra.

Fausto lo retó. Francisco, con reflejos felinos, lo derribó de un solo golpe y lo golpeó sin clemencia. Pero mientras su furia se desbordaba, Miguel, el otro, lo apuñaló por la espalda. Francisco trató de respirar, pero sus pulmones llenos de sangre únicamente exhalaban muerte. Lo amordazaron, lo ataron de pies y manos. Envueltos en pánico, lo envolvieron en una cobija y lo arrojaron al río, crecido por las lluvias recientes.

El cuerpo de Francisco flotaba a la deriva, empapado en sangre y fango. Las aguas negras, fétidas, entraban por su nariz y su garganta, confundidas con la sangre de sus pulmones rotos. Su vida se le escapaba como humo entre los dedos, mientras su cuerpo golpeaba las piedras del cauce con un sonido sordo y final. Y así desapareció Francisco, el Chico, como lo llamaban. Su existencia violenta y amarga se disolvió en las aguas turbias de un río que, como su vida, nunca conoció la calma.
Juan León Fallas

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