Accidente (Sílvia Raneda)
Era una de esas noches invernales donde el frío no solo cala los huesos, sino que parece escurrir las almas, vaciando los corazones de todo resquicio de esperanza. El aire se cortaba como cuchillos de hielo, y la oscuridad, densa y asfixiante, se cernía sobre aquel pueblo sin nombre, cual espectro invisible que acechaba a cada esquina, entre las estrechas calles empapadas en silencio. En esas horas sombrías, la luz de las farolas apenas lograba abrirse paso entre la niebla espesa que se deslizaba entre las casas blancas y solitarias, como una serpiente invisible dispuesta a tragarse todo rastro de calor humano.
Salí de mi morada, despojándome de los pocos muebles que resguardaban mi soledad, con la única finalidad de obtener un par de barras de pan, última compra que realizaba en el día, antes de que la panadería cerrara sus puertas. Apenas quedaba tiempo. El cielo, ya sombrío, parecía presagiar un evento siniestro, un giro imprevisto en el curso de los días que se sucedían en un continuo olvido.
Caminé entre las sombras, y mientras lo hacía, la bruma se aferraba a las casas con la tenacidad de un demonio, y las siluetas de los árboles, aquellos silenciosos vigilantes, se desvanecían en el abismo de la oscuridad, como si quisieran ocultarse del horror que la noche traería consigo. Fue entonces cuando una perturbadora sensación se apoderó de mí: un bullicio, a lo lejos, en una de las esquinas del pueblo, quebró la quietud del momento. Un grupo de almas parecía reunirse en torno a algo que, aún a esa distancia, no era posible discernir.
Intrigada, como si una fuerza invisible me impulsara, me dirigí hacia aquella multitud que crecía en densidad a medida que me acercaba. Los murmullos se entremezclaban con el sonido de pasos apresurados, y un creciente caos parecía envolverme. Luces de ambulancias y vehículos policiales destellaban en la lejanía, arrojando reflejos espectrales sobre el pavimento helado, como si el mismo invierno quisiera arrojar su maldición sobre el pueblo. De repente, la escena que ante mis ojos se desplegaba se volvió aún más inquietante. En medio de la confusión, pude divisar el rostro conocido de mi amiga Sandra, cuyo semblante se hallaba marcado por una expresión indescriptible de desolación.
—Sandra, ¿qué ha ocurrido? —intenté gritar, pero mi voz se diluía en el aire denso y mortal.
Me esforzaba por avanzar, sorteando cuerpos ajenos, y finalmente, mis ojos se encontraron con los suyos, bañados en lágrimas. Intentó hablar, pero sus labios temblaban, apenas capaces de emitir sonido alguno. Con un gesto, señaló hacia el centro de la multitud, donde se deslizaba una sensación de horror palpable, un peso invisible que caía sobre todos. Era como si el mismo aire hubiera decidido enmudecer ante la tragedia que se cernía.
A medida que me acercaba al epicentro de este enigma, mi corazón comenzó a latir con fuerza, como si el destino se empeñara en revelarme una verdad demasiado terrible para ser comprendida. Frente a mí, un coche detenido, con el motor aún rugiendo en un eco de desesperación, se hallaba frente a un cuerpo inerte que yacía sobre el frío asfalto. La víctima, una figura inmóvil, aún sostenía en sus manos una barra de pan, tan profundamente aferrada a ella como si la vida misma dependiera de ese gesto insensato.
El conductor del vehículo, visiblemente perturbado, balbuceaba disculpas sin sentido, sin comprender aún la magnitud de su acción. El gentío murmuraba, las palabras ahogadas por la conmoción colectiva, como si aquel fatídico suceso fuera un virus que había infectado las mismas fibras del pueblo. Se hablaba de una joven que siempre saludaba a todos con una sonrisa, cuya bondad era conocida por todos. Pero, más allá de esa vida truncada, se cernía una sombra aún más oscura, una misteriosa conexión entre los rostros que me rodeaban, un lazo invisible que me empujaba a preguntar, aunque temiera las respuestas.
Entonces, lo comprendí. Mi mente, aturdida por el caos, trató de aferrarse a alguna comprensión, pero la respuesta que halló fue aún más desgarradora. Sandra y Enric, su esposo, compartían el dolor con una desesperación que ya no era humana, sino casi espectral. Ambos se abrazaban, desmoronándose ante lo que parecía la pérdida de un ser querido, pero la tragedia no dejaba espacio a la claridad.
Me arrastré, con la misma determinación que la fatalidad, hacia la escena del horror. Y allí, bajo una manta, cubriendo lo que era ya un cadáver, descubrí la respuesta que me heló la sangre. La víctima, el cuerpo inerte sobre el asfalto, no era otra que yo. La revelación fue tan inesperada como espantosa, y un grito silencioso recorrió mi alma.
«¡No puede ser! ¡Es imposible!», pensé, mientras una sensación extraña y ajena se apoderaba de mi ser, como si yo misma hubiera sido despojada de mi humanidad, observando desde la distancia el horror que yo misma protagonizaba. Me sentía atrapada entre dos mundos, como un espectro a medio despertar. Los rostros de Sandra, Enric y María —mi vecina— parecían no notar mi presencia. Pero en el fondo de todo aquello, en el abismo de la tragedia, supe lo irremediable: yo ya no existía.
En un golpe final de angustia, la conciencia me invadió con la misma violencia con que despierta un sueño horrible. Un grito lejano resonó en mi mente: «¡Sílvia, despierta!»
Abrí los ojos, empapada en sudor frío, y el mundo volvió a ser el de siempre, aunque, en el fondo, algo permanecía en la oscuridad que acababa de vivir. Aliviada, mi marido, Toni, me observaba preocupado, y yo, con un suspiro tembloroso, le dije, más para calmar mi espíritu que para otra cosa:
—¿Sabes qué? He cambiado de parecer... No quiero el bocadillo, me haré una ensalada de atún.
Pero, aun así, el eco de la muerte, esa presencia ineludible que acechaba en los confines de la realidad, se quedó flotando en el aire, como un recordatorio de que la vida es tan frágil como el delgado hielo que cubre las aguas del destino.
Sílvia Raneda
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